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Foto del escritorRicardo Rodríguez Santos

La historia de un libro habanero


Llegué a La Habana a descansar, y a buscar libros raros, por supuesto. Me quedé en la 19, entre L y K, cerca del Malecón. Todas las calles de La Habana terminan en el Malecón. Lo primero que hice fue buscar libros. Justo al doblar la esquina, en L, hay una casa llena de perros recogidos. Allí hay libros viejos, muy viejos. Justo lo que buscaba. El habanero que me atiende tiene lentes redondos, no sé por qué me recordó a Gramsci. Le pregunto por textos de Virgilio Piñera, Lezama y Reinaldo Arenas. Ah, y por libros de Calvert Casey. Un amigo profesor me pidió que preguntara por los libros de Casey. El habanero medita. De inmediato corre adentro, los perros lo siguen, pero se detienen en el umbral. Cuando abre una apolillada puerta, consigo atisbar una enorme montaña de libros apilados en el piso. Enorme. Casi llegando al techo. Luego de cinco minutos sale con Varios de Virgilio, y me dice que vuelva en una hora, que está seguro que hay algo de Casey. Regreso más tarde, cuatro horas después, por aquello de asegurarme. Los ladridos anuncian mi llegada. El habanero sale con dos libros de Casey. Me muestras las páginas de título. “1963”, dice. –Esto, en Puerto Rico, solo lo tendrás tú–, me dice. Cuando ve mi cara de interés, me abofetea con el precio. Le digo que no. Doy la vuelta para irme, doy dos pasos y, ¡milagro!, reduce el precio ridículamente. Viro y me los llevo. –Vuelva mañana que sé que tengo otros. Pero no volví. Luego de varios días de rumba en La Habana, toca volver al paraíso… Aquí ocurre lo interesante. Cuando registro la maleta, el empleado me entrega el boleto y me advierte que tiene cuatro eses, SSSS. Significaba que había sido seleccionado al azar para doble inspección. Solo seleccionaron un pasajero de mi vuelo para esa inspección aleatoria… Toman mi pasaporte y me llevan delante de toda la fila. Me registran. Me pasan papelitos por el cuerpo y la ropa buscando drogas o explosivos: nada.

Entonces es que sucede.

La empleada aduanera abre mi bulto de mano. Saca los libros uno a uno. Busca la página de título y las contraportadas. Hace muecas como de qué carajo es esto. –¿Le gusta leer?, me pregunta. –Un poco-, respondo… Me dice que ella no lee. De momento saca el libro de Casey. Mira detenidamente la portada. Lo abre. Parece leer algo del mismo. Mira la foto de Casey en la contraportada. Se rasca la frente. Llama a otra empleda, se lo muestra. La otra toma el libro, lo abre y hojea, mira la contraportada. Ya llevo 15 minutos esperando. La otra llama a quien parece ser el supervisor. Le muestra el libro, le dice algo al oído. El supervisor agarra el libro, ve la página de título, luego la contraportada, la foto de Casey. Comentan por lo bajo. Él parece meditar algo ensimismado y finalmente me entrega el libro y mi bulto y me dice que me vaya. Mientras acomodo todo, pienso en Gramsci, en qué había sucedido allí. ¿Pensarían que me llevaba algún libro de la Biblioteca Nacional? ¿Les parecería por alguna razón algún texto contrarrevolucionario? Yo quise pensar que vieron la potencial amenaza de un libro. Lo que sería un arma de instrucción masiva, algo que siempre será peligroso para quien ostente el poder ya en el capitalismo o el comunismo. Ya volví a la Isla, pero aún reflexiono sobre la fuerza que tiene un libro, más que la polvora y la dinamita, sobre todo para los que no leen.

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