Ricardo Rodríguez Santos

25 de ene de 20191 min.

La historia de un libro habanero

Entonces es que sucede.

La empleada aduanera abre mi bulto de mano. Saca los libros uno a uno. Busca la página de título y las contraportadas. Hace muecas como de qué carajo es esto. –¿Le gusta leer?, me pregunta. –Un poco-, respondo… Me dice que ella no lee.
 

 
De momento saca el libro de Casey. Mira detenidamente la portada. Lo abre. Parece leer algo del mismo. Mira la foto de Casey en la contraportada. Se rasca la frente. Llama a otra empleda, se lo muestra. La otra toma el libro, lo abre y hojea, mira la contraportada. Ya llevo 15 minutos esperando. La otra llama a quien parece ser el supervisor. Le muestra el libro, le dice algo al oído. El supervisor agarra el libro, ve la página de título, luego la contraportada, la foto de Casey. Comentan por lo bajo. Él parece meditar algo ensimismado y finalmente me entrega el libro y mi bulto y me dice que me vaya.
 

 
Mientras acomodo todo, pienso en Gramsci, en qué había sucedido allí. ¿Pensarían que me llevaba algún libro de la Biblioteca Nacional? ¿Les parecería por alguna razón algún texto contrarrevolucionario?
 

 
Yo quise pensar que vieron la potencial amenaza de un libro. Lo que sería un arma de instrucción masiva, algo que siempre será peligroso para quien ostente el poder ya en el capitalismo o el comunismo. Ya volví a la Isla, pero aún reflexiono sobre la fuerza que tiene un libro, más que la polvora y la dinamita, sobre todo para los que no leen.

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